Desde la ventana.

Para hablar de Felipe, de lo que se de él, por lo poco que me contó o lo poco que otras personas saben al respecto, no podré remontarme más allá de las dos semanas anteriores a la noche en que lo conocí. Los sucesos de esas semanas previas, tan inverosímiles como surrealistas en su vida, fueron los que nos hicieron encontrarnos.

El primer testimonio que puedo ordenar como el más lejano a la noche que lo conocí, es el de Angélica, una joven de 15 años, estudiante de una escuela técnica, que trabaja por las mañanas y estudia por las tardes y su horario de comida, entre una actividad y la otra, de las 15:00 a las 17:00 horas, es justo la hora en la que Felipe bajaba de su apartamento a comer. Ella lo veía todas las tardes de lunes a viernes cruzando la Plaza de Los Ángeles, mientras desenvolvía su comida y lentamente tomaba cada bocado y leía la revista de moda con los romances del momento y se soñaba protagonizando uno de ellos, aunque siempre terminaban mal.

El día que me cuenta, el último que lo vio, ella se sentó en la misma banca de la plaza que acostumbraba y, dice no saber porque, justo ese día, antes de que él bajara y verlo cruzar la plaza, decidió mirar hacia el edificio de fachada decó de color rosa pálido del que lo veía salir a diario; comenzó a buscar en las ventanas del edificio, tratando de encontrar cuál sería el apartamento de ese señor que salía poco después de las tres, bien vestido, siempre un traje de tres piezas en dos tonos del mismo color; a ella le gustaba en particular un traje color verde, que a falta de poder encontrar el nombre exacto del tono, atina a decir “como de una laguna a medio día”; al decir esto, puedo asegurar que veo un recuerdo de su niñez cruzar por su mente. Cuenta que tardó en encontrar la ventana correcta y, de hecho, estaba a punto de darse por vencida, cuando alcanzó a verlo asomarse un momento por la ventana del tercer piso, la segunda de derecha a izquierda desde la esquina, lo vio sacudir el saco verde laguna y cerrar las hojas de madera blanca del ventanal.

Varios minutos más tarde lo vio salir por el zaguán del edificio, vistiendo ese traje verde laguna que a ella le gustaba “Es curioso que el último día que lo vi, usó ese traje, como que quería dejarme ese recuerdo”, se dedica Angélica este pensamiento, como quien se detiene a pensar un momento que está hablando sobre una persona a quien no conoció y una idea como esa la acerca un poco más a él y le concede el permiso de hacerlo.

“Caminaba más lento que de costumbre” Felipe era un hombre de más de 70 años, que sorprendía con lo erguida de su espalda, la firmeza al pararse frente a cualquiera, el tono seguro de voz y la mirada penetrante que parecía abarcar el mundo entero mirándolo de frente; pero ese día ”parecía… como si estuviera tomándose más tiempo de lo acostumbrado” y es que, ese día, Felipe ya sabía que no iba a volver a pasar una tarde en aquella plaza, no iba a ver de nuevo a la muchacha linda, de cabello rojizo y ojos tristes que miraba las letras de su revista como el viejo que ve sus fotos antiguas de cuando era piloto, cuando sonreía en cualquier plaza del mundo y muchachas como ella se sonrojaban y las pupilas se les expandían. Supe que ese era su pensamiento cuando encontré su libreta de notas más reciente, la última que escribió. Encontré sus notas la tarde en que Angélica me enseñó cual era la ventana de su apartamento. Esa misma tarde, mi pelirroja compañera, que no tiene idea de haber sido el último romance de Felipe, me llevó, tomándome del brazo como si fuésemos amigos de años, por el recorrido que vio hacer a Felipe. Nos detuvimos en su banca, miramos las hojas blancas de la ventana de Felipe, cerradas como él las dejó; cruzamos la calle hasta el zaguán y, rememorando los movimientos que él realizó, Angélica miró a un lado y a otro de la acera, se acomoda un chaleco imaginario de color verde laguna, se sacude del hombro una pequeña partícula de “alguna cosa” imaginaria y comienza a caminar hacia la izquierda, a la esquina, al puesto de revistas; comienza a mirar cada portada y encabezado y me comenta, desvistiéndose de su interpretación de Felipe, ”nunca lo vi comprar un periódico, no que yo recuerde, pero se detenía aquí un par de minutos, sin saludar a nadie, ni mirar a nadie, sólo ojeaba todo y se volvía a caminar”, y entonces toma de nuevo su papel de Felipe, pareciera una niña pequeña imitando a su padre, en esa actitud varonil exagerada, con un acento de admiración.

Cruzamos la calle hacía la plaza, al subir los tres peldaños que llevan a la explanada se detiene y mira hacia su banca, se busca a ella misma, sentada ahí, comiendo su modesto almuerzo y leyendo sus fantasías. Hoy es sábado, pero ella se transporta a cada día en que por un momento cruzaron sus miradas y se sonreían saludándose; y se pregunta ¿porqué nunca platicaron? ¿porqué nunca lo invitó a sentarse a su lado para que le contara algo de él? Un brillo doloroso asoma en sus ojos y, continuando su charada, agacha la cabeza en reverencia a la dama imaginaria, sonríe ampliamente y continúa su paso, esta vez, acentuando que caminaba más lento que de costumbre, mirando fijamente hacia el Café de Estela “alcanzo a ver el menú desde aquí ¿él lo alcanzaría a ver también?” Felipe no usaba anteojos, ni tomaba aspirinas, en su apartamento no había señal de medicamentos más allá de lo que pudiera ser para atender una emergencia. Angélica se detiene un momento y mira sobre el hombro hacia su banca, algo en su mirada me dice que no volverá a sentarse ahí.